12 junio 2007

LA REGENTA: la figura de Fermín de Pas


Fermín: entre la fe y el poder
Desde el primer capítulo de La Regenta en el que se nos presenta a Fermín de Pas los rasgos más significativos de su personalidad serán el orgullo y su creciente ansia de dominarlo todo. La primera noticia que tenemos del él nos llega a través de las miradas de dos monaguillos, Bismark y Celedonio, que, subidos a la torre de la catedral para hacer sonar la campana se sienten desde las alturas de la torre como más adelante podremos apreciar al clérigo que nos ocupa:
Aquella altura se les subía a la cabeza a los pillastres y les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.

Así se sienten los pillastres en la torre, como si ésta les diese el poder que en el mundo real, el de la “no altura”, no pueden tener. La torre de la catedral es símbolo del poder de la Iglesia. No olvidemos que Clarín vivió una época de crisis de valores espirituales, era consciente de que la Iglesia más que defender los valores tradicionales ansiaba, ante todo, el poder. Así, todos los símbolos –objetos que aparecen en la obra referentes al ámbito religioso están ligados íntimamente al poder y al ansia de dominación que mueve a la figura del Magistral en toda la obra ya que éste es símbolo de la Iglesia en decadencia. Poder e Iglesia son dos términos casi sinónimos y no lo son, sin embargo, Iglesia y fe. Fermín de Pas pasará más tiempo urdiendo una trama para hacer caer a la Regenta en sus redes “espirituales” o muriendo de celos -en escenas más ligadas con el pecado que con la virtud religiosa- que desempeñando las labores propias de un Magistral. Clarín quiere destapar configurando a este personaje, a una Iglesia más preocupada en sus propios intereses -normalmente de índole económica- que en los intereses de la religión entendida de una forma pura. Hay escenas que vislumbran esta falta de interés en la fe, como manifiesta el principio del capítulo II:

El coro había terminado: los venerables canónigos dejaban cumplido por aquel día su deber de alabar al Señor entre bostezo y bostezo (la cursiva es mía). (137, I)

La Regenta, escrita entre 1883 y 1885, es una obra plenamente naturalista. Como tal, pretende llevar a cabo para el lector una especie de “documento humano” , mostrar “la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad” de una forma eminentemente crítica y “pintar a gran escala el retrato de una sociedad urbana en una época materialista” . Los autores naturalistas –entre los que se encuentra Clarín- influenciados por la novela de Zola y el determinismo de Taine, utilizarán la novela como medio para dar a conocer al lector la realidad social que les envuelve. El instrumento más útil dentro de la novela para llevar a cabo esta labor: el personaje. Es interesante leer lo que dice al respecto Guy de Maupassant en su prólogo a Pedro y Juan : “tomará al personaje en determinado periodo de su existencia y lo conducirá, mediante transiciones naturales, hasta el siguiente periodo. Así dará a conocer cómo se modifican los caracteres bajo la influencia de las circunstancias inmediatas, cómo se desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los medios sociales, cómo luchan los intereses de familia y los intereses políticos” . Así, con la figura del cura ávido de poder y de dominación del entorno, Clarín sigue lo que el naturalismo rezaba: dar a conocer la vida misma dejando la hipocresía a un lado y poniendo al descubierto partes de algunos grupos sociales que, normalmente, permanecían ocultas. El clérigo ya no es aquí un hombre de fe únicamente porque viste sotana y reza oraciones, ahora es diseccionado por dentro para, así, dejarnos entrever “su verdadera vocación”, ¿es la fe? Parece ser que no. Que un día lo fue, en su infancia –adolescencia pero en el presente, a la edad de treinta y cinco años, en el Magistral no queda ya rastro de esa fe que fue arrancada por la madre y sustituida por algo mucho más rentable para (sobre)vivir a la vida vetustense: la ambición de dominio cueste lo que cueste.
Así, Clarín no nos presenta en el primer capítulo, como bien podría hacerlo, al Magistral de Vetusta velando por sus fieles o en una escena que demostrase su fervor religioso, sino que se nos da a conocer en uno de los momentos clave para la configuración del personaje: en su “observatorio” particular que es la torre de la catedral. Vemos, entre saludos y gestos estereotipados a los monaguillos, como se dispone a “subir a las alturas”, una de sus aficiones favoritas desde niño:

Uno de los secretos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. (…) No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. (…) (104, I)

Desde la torre De Pas con su anteojo disecciona Vetusta, creyéndosela suya, ve a todos los que hay ahí abajo inferiores a él e incluso la llega a ver como una presa cazada por él mismo:
Se entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos de carne que el domador le arroja. (106, I)

Podríamos imaginar que Fermín se aficiona a subir a las alturas para acercarse a la divinidad, pero no, su mirada no se dirige hacia el cielo sino hacia la tierra. Mira desde arriba todo lo que posee como si pudiese coger con las manos Vetusta y jugar con ella. Al fin y al cabo, es confesor. En el hábito guarda los pecados de las almas de esa ciudad, por lo tanto, Vetusta y sus habitantes se le antojan suyos:
El Magistral conocía una especie de Vetusta subterránea: era la ciudad oculta de las conciencias. Conocía el interior de todas las casas importantes y de todas las almas que podían servirle para algo. (398, I)

Relacionaba las confesiones de unos con las de otros, y poco a poco había ido haciendo el plano espiritual de Vetusta, de Vetusta la noble, desdeñaba a los plebeyos si no eran ricos, poderosos, es decir, nobles a su manera. (399, I)

El Magistral paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio, teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo. Lo que sentía en presencia de la ciudad heroica era gula. (la cursiva es mía). (104, I)

El narrador incluso llega a señalar:

Porque le ahogaba el placer. (108, I).

¿Caben más pecados en la presentación de un clérigo? La avaricia, la gula e incluso la lascivia, el ahogo de placer subido en la torre al contemplar Vetusta, que es suya, y a sus ciudadanos, que también lo son: todo le pertenece, todas las almas, todos los cuerpos. ¿Son estos rasgos distintivos de un sacerdote? El humanismo de Clarín se basa en el krausismo, doctrina en la que intentó aunar el catolicismo español y el liberalismo. Para el autor la única función que debería desempeñar la Iglesia es la de salvaguardar los valores morales pero en la España de la Restauración no hace sino alejarse de todo principio espiritual. Reflejo del panorama religioso y de la propia crisis espiritual del autor es la figura del “cura lascivo” representada por De Pas en La Regenta que nada tiene que ver con las palabras que dice a Ana:

El confesor que le decía que era tan fácil la virtud. (364, I)















2. La sombra de Doña Paula
Resulta de extremada importancia para entender la configuración del Magistral en La Regenta prestar atención a la figura materna. La novela naturalista extrae su base teórica, como ya hemos dicho anteriormente, del determinismo de Taine por lo que los comportamientos humanos están marcados por la herencia biológica y por el medio.

No basta la educación contra la naturaleza. (193, I)

Fermín de Pas se convertirá al llegar a su casa, el espacio que gobierna la madre, en Fermo, el “señorito”. Y para Fermo la madre se construirá como sombra:

El hijo subía y la madre no se movía, parecía dispuesta a estorbarle el paso, allí en medio, tiesa, como un fantasma negro, largo y anguloso. (541, I)

Paula Raíces se perfila como un personaje al que mueve, más que cualquier otra cosa en el mundo, la avaricia. Ya desde pequeña cuando era “rubia como una mazorca” poseía este rasgo que va desarrollándose a medida que va creciendo:

Y en el alma, desde que tuvo uso de razón, toda la codicia del pueblo junta. (…) Los ochavos que ganan así los hijos de los pobres son en Matalerejo la semilla de la avaricia arrojada en aquellos corazones tiernos: semilla de metal que se incrusta en las entrañas y jamás se arranca de allí. Paula veía en su casa la miseria todos los días; o faltaba pan para cenar o para comer; el padre gastaba en la taberna y en el juego lo que ganaba en la mina.
La niña fue aprendiendo lo que valía el dinero.
Vivía con la idea constante de volar sobre aquella miseria. (548, I)

Pronto su prematura avaricia busca formas de salir de la pobreza que la envuelve y en seguida se da cuenta de que una de las formas más fáciles para salir de la miseria es formar parte de la Iglesia, una de las “fuerzas vivas” de la Restauración. Iglesia es sinónimo de riqueza:

Su espíritu observador notó en la iglesia un filón menos oscuro y triste que el de las cuevas de allá abajo. “El cura no trabajaba y era más rico que su padre y los demás cavadores de minas. Si ella fuera hombre no pararía hasta hacerse cura” (549, I)

He aquí el fin que ansia la madre ya desde una edad temprana pero… es mujer y, como tal, no puede acceder al poder que reserva la iglesia a sus clérigos. La oportunidad se le presentará cuando nazca su hijo Fermo. Un hombre. La llave para acceder al poder. A partir de su nacimiento el único destino que perseguirá Paula para el hijo es el siguiente:

Allí pasó la infancia y llegó a la adolescencia Fermín, a quien su madre había deseado hacer clérigo (la cursiva es mía). (553, I)

Queda marcado ya en la adolescencia el rumbo vital de De Pas: será clérigo, no ya porque él lo haya decidido y deseado sino única y exclusivamente por deseo de su madre. Que Fermín sea clérigo es extremadamente importante porque es el único modo de que su madre sacie su deseo frustrado. Así, el hijo solo será la prolongación de los deseos de la madre y su vocación religiosa no dependerá de él mismo, no estudiará para ser cura y luego lo será siguiendo sus propias ambiciones sino que será un instrumento para alcanzar el poder que la madre no puede alcanzar ya que se ve limitada por su sexo.
La única preocupación de Doña Paula será que su hijo Fermín sea clérigo y hará lo que sea. La forma en la que Fermín de Pas crece está totalmente condicionada por los sueños que la madre ve realizados en él y no por la realización de sus propios anhelos. Así, el Magistral no tendrá un desarrollo psíquico, social y sexual pleno lo que le llevará, en la edad adulta, a no saber controlar las pasiones que habían sido reprimidas por la madre. El Provisor depende de su madre porque ésta forma parte de él, ha madurado lo que ella nunca llegó a alcanzar y ahora es él, pero él no lo quiere en realidad. Si de alguna forma llegó a desear la religión en sus inicios fue de forma desinteresada pero Paula no lo permitió, eso no la llevaría a la riqueza y al poder:

No le quería jesuita. Le quería canónigo, obispo, quién sabe cuántas cosas más. Él hablaba de misiones en el Oriente, de tribus, de los mártires del Japón, de imitar su ejemplo; leía a su madre con los ojos brillantes de entusiasmo, los periódicos que hablaban de los peligros del P. Sevillano, de la Compañía, allá en tierra de salvajes. Paula sonreía y callaba. ¡Bueno estaría que después de tantos sacrificios el hijo se le convirtiera en mártir! Nada, nada de locuras; ni siquiera la locura de la cruz. (559, I)

Pero no caben en la ambición y el egoísmo de Doña Paula “los ojos brillantes de entusiasmo” de su hijo. Fermín se convertirá en lo que ella quiera y, así, lo condenará de por vida a representar el papel del clérigo pero no del hombre - Fermo. Fermín, ya que no ha llegado a desarrollar aspectos propios de un hombre, es un clérigo – niño dominado por la figura de su madre: el “tirano consentido”, el “yugo saludable”:

Era el suyo un cariño opresor, un tirano. Fermo, además de su hijo era su capital, una fábrica de dinero. Ella le había hecho hombre. (la cursiva es mía). (547, I)

Paula convierte a su hijo en parte de Vetusta, como lo es ella misma. El hijo “al adorar a Dios no hace más que adorarse a sí mismo” . La madre tiene mucho que ver con la relación entre sotana y personaje que se establece a lo largo de toda La Regenta por diversos motivos. Paula ha conseguido que su hijo ejerza una profesión que no es de su agrado y, por ello, cuando Fermín se siente acorralado por sus pasiones, que empiezan a no estar al alcance de la represión de la madre cuando el canónigo conoce a Ana Ozores, se siente como alguien disfrazado. Debajo de la sotana está el verdadero Fermín reprimido por la sombra continua de una madre castradora y controladora en todo momento, incluso llega a controlarle sin estar presente porque ya forma parte de él mismo. Un claro ejemplo de ello es el pasaje del capítulo XXX, cuando Fermín se quita la sotana que lo liga al niño y, vistiéndose de cazador, se “(trans)forma” y se mira como un hombre. Paula tardara poco en aparecer en su mente y parar la “(trans)formación” del hijo para devolverlo, otra vez, al hieratismo del hábito:

Doña Paula se movió arriba. Crujieron las tablas del techo.
Como si las ideas de la madre se hubiesen filtrado por la madera y caído en el cerebro del hijo.
(…) Y Don Fermín se despojó del chaquetón pardo, dejó el sombrero de anchas alas, desciñó el cinto negro, guardó todas estas prendas, más el cuchillo en el armario y se vistió la sotana y el manteo, como una armadura. (499, II)



3. El sacerdote enamorado
3.1. Germen del personaje de Fermín de Pas
El personaje del cura lascivo no se configura por primera vez en La Regenta. Obras como O crime do Padre Amaro de Eça de Queiroz, La faute de l´abbé Mouret de Zola y Tormento de Galdós – que influenció muchísimo a Clarín- ya perfilan este tipo de personaje que recoge más pecados que virtudes. Pero sin duda el dato más importante es que Fermín de Pas y Ana Ozores ya aparecen perfilados muy detalladamente en “El diablo en Semana Santa” , uno de los cuentos que Clarín había escrito antes de escribir una novela tan extensa como La Regenta. En este cuento “todos los personajes –sobre todo el magistral y la jueza, doña Fe- se convierten de momento en actores suyos, el diablo concentra su argucia sobre aquél, estableciendo desde el principio una estrecha – aunque momentánea – identificación con el joven sacerdote cuya tentación de la carne viene a constituir el eje del relato” . Aquí tenemos germinal a Fermín de Pas en la obra, personaje al que Clarín pretendió dar el mismo protagonismo que a la figura de Ana Ozores aunque parezca que es esta última el personaje de la novela al llevar ésta su nombre, Fermín de Pas es una “extraordinaria creación” del autor que se “apodera de la escena” en cuanto aparece ante los ojos del lector.

3.1. Ana y Fermín: espíritus “supra-vetustenses”
La relación entre Ana Ozores, la mujer del ex regente de Vetusta, y Fermín nos desvelará partes del clérigo que, en apariencia, permanecían ocultas. Hasta el momento sabemos que éste no es un modelo religioso a seguir, desde el principio se nos presenta frasco lleno de vicios impropios de su condición eclesiástica. Pero será cuando aparezca Ana que veremos a Fermín sumido en sus pasiones más bajas, deseando, odiando, lleno de ira, etc.
Poseer a La Regenta en confesión es, también, sinónimo de poder, y no olvidemos que éste es muy importante para el confesor, más incluso que la propia labor de “higiene espiritual” que realiza con la mujer.
El interés del Magistral por la figura de Ana viene condicionado porque tanto él como ella se configuran en la obra como “espíritus supravetustenses”. Los dos soñaron un día, anhelaron, buscaron y creyeron en algo que les fue arrebatado por alguien. En el caso de Ana, muchacha inquieta, soñadora, romántica, lectora empedernida –sobre todo de San Agustín, en la adolescencia- e incluso escritora de poemillas –que nadie le deja escribir por ser mujer- que sufre crisis nerviosas debido a su misticismo- se debate entre lo imaginario y lo real, como Madame Bovary-, de “extremada” pasión religiosa… A la Regenta se encargan de reprimirla sus dos tías que la hacen convertirse en un “trozo de carne” bello para poder casarla, y se casa. Y a partir de ahí su vida en Vetusta estará marcada por el tedio, el aburrimiento, y. como no, por las crisis nerviosas que enfrentan su yo místico con Vetusta, una ciudad donde no halla espacio para expandir su espíritu ni nadie que la guíe a conseguir acercarse por medio de la religión a la belleza y el amor puros que tanto anhela. El caso de Fermín ha sido comentado con anterioridad: la madre ha ejercido la presión suficiente para que no diese sus frutos ese espíritu misionero que le hubiese hecho realizarse como hombre y acercarse a Dios.
La Regenta, “hija de confesión de don Cayetano”, pasa a serlo del Magistral en el capítulo II, don Cayetano ya no puede con las crisis nerviosas de Ana y decide que Fermín es el confesor adecuado, un guía espiritual lleno de virtudes que pueden ayudar a la dama a salir de ese misticismo en el que se encuentra, de ese debatirse entre la realidad y la imaginación. Así, queda en manos de Fermín el alma de Ana:

Y el Magistral que se iba con pies de plomo era el preferido (…)
¡oh, escándalo! Ahora, ahora el chocho (…) del poeta bucólico dejaba al Magistral la más apetecible de sus joyas penitenciarias, como lo era sin duda la digna y virtuosa y hermosísima esposa de don Víctor Quintanar. (150, I)

Que Ana se siente a confesar con el Magistral despierta las envidias de Vetusta. El poder del canónigo no hace más que aumentar y el tener en su confesionario a nada menos que la esposa del ex regente aumenta considerablemente el poder que ya tenía sobre la ciudad – a ojos de los vetustenses-. Su figura asciende en Vetusta, su poder aumenta. Esto se ve reforzado con que Ana se perfila como un espíritu influenciable, que confía plenamente en su confesor porque ve en él a su salvador particular, al que la salvará de Vetusta, del tedio, del aburrimiento de la vida mundana y le hará ascender a las divinidades, a la religión pura. El Magistral hipnotizará a la Regenta con sus conversaciones, sus consejos y sus sueños y se empezará a desarrollar en ella el “amor espiritual” hacia el canónigo. A medida que se van conociendo Fermín también desarrollará lo que, al principio, él percibe como una atracción que no tiene nada que ver con la “lascivia vulgar”. Pero, ¿es cierto? ¿lo que siente por Ana es solo la atracción de dos espíritus gemelos o forman parte de ella, también, el cuerpo y los instintos? La de Ozores deja su alma, totalmente, en manos de su nuevo confesor:
Era indispensable escoger con cuidado el confesor, cuando se trataba de ponerse en cura; pero una vez escogido, era preciso considerarle como lo que era en efecto, padre espiritual, y hablando fuera de todo sentido religioso, como hermano mayor del alma con quien las penas se ahogan y los anhelos se comunican, y las esperanzas se afirman y las dudas se desvanecen. (343, I)

Fermín es consciente del poder que ejerce sobre su nueva hija de confesión. Este nuevo poder desarrolla en Vetusta una envidia descomunal hacia el Magistral que solo hace que ascender a los ojos de la ciudad. El clérigo –niño se nos aparece pletórico intentando guiar el espíritu de Ana pero esta relación de hermanos del alma se verá truncada por el excesivo sentimiento de pertenencia que desarrolla el confesor respecto a Ana:
La Regenta se le presentaba ahora como un tesoro descubierto en su propia heredad. Era suyo, bien suyo; ¿quién osaría disputárselo? (400, I)

La ambición, el poder de poseer el alma que toda Vetusta ansía. Pero, también, la salida. La salvación. De Pas ve en Ana un rayo de luz en toda esa ciudad que es Vetusta. Considera a esa señora superior al resto de habitantes de esa ciudad que él conoce tan bien, que devora desde lo alto de la torre de la catedral. Ana no es como el resto. Él tampoco. Los dos ansían, los dos sueñan con algo más que no sea Vetusta y los dos se encuentran encerrados, de alguna forma, en un círculo del que no pueden salir: Ana en un matrimonio, Fermín en una sotana. Los dos en una ciudad.
De todas suertes eran dos almas que se amaban en Jesús, a través de gran distancia. No había en aquellas relaciones nada de sentimentalismo falso, pseudo –religioso; eran afectos puros, nada parecidos a los amores de un Lutero, ni siquiera de un Abelardo; era la verdad severa, noble, inmaculada del amor místico; amor anafrodítico, incapaz de mancharse con el lodo de la carne ni en sueños. (409, I)

Pero el amor que siente Fermín por Ana pertenece más al “lodo de la carne” que al “amor místico”. De Pas, a medida que avanzan las relaciones con la Regenta, experimentará una especie de transformación: de clérigo – niño – el espacio de la madre- a hombre. La sotana juega en esta transformación un papel esencial. En multitud de ocasiones se alude a ella en la descripción como parte del cuerpo del clérigo, y, en realidad, es parte de su cuerpo. Así, mediante el hábito, Fermín oculta el hombre que es y que nadie conoce, ni siquiera él mismo es sabedor del alcance que pueden llegar a tener sus pasiones de hombre “al desnudo”. La sotana, el hábito, su condición de clérigo son rasgos que han hecho posible que pueda conocer a Ana Ozores en calidad de confesor, conocer el alma de Ana, sus pasiones, sus sueños, etc. Pero poco a poco esta misma condición se convertirá en una cárcel, cuando Fermín empiece a tener conciencia del hombre que permanece oculto debajo del “disfraz”. En esta nueva configuración será importante observar lo que la sotana no alcanza a ocultar: gestos, miradas, voz son lo que delata al Fermín –hombre y lo que hará que, en un momento dado, Vetusta y hasta incluso Ana se percaten de que las intenciones del clérigo son más terrenales que divinas. Así, por ejemplo, Visitación advierte a Mesía de las intenciones que tiene, en realidad, el Magistral: “tiene mucha teología parda”.
Debido a que empieza a nacer el Fermín – hombre éste verá como enemigo la figura de Álvaro Mesía, el don Juan de la obra, el que verdaderamente ejerce el papel del hombre en la vida de Ana – el Magistral es su confesor y su marido, Quintanar, ejerce de figura paterna-. Se producen escenas de rivalidad entre los dos hombres por Ana. Una de las más representativas es la del capítulo XIII:
Por el alma de don Álvaro pasó una emoción parecida a una quemadura; él, que conocía la materia, no dudó en calificar de celos aquello que había sentido. Le dio ira el sentirlo. “Quería decirse que aquella mujer le interesaba más de veras de lo que él creyera; y había obstáculos, y ¡de qué género! ¡Un cura! Un cura guapo, había que confesarlo…” Y entonces los ojos apagados del elegante Mesía brillaron al clavarse en el Magistral que sintió el choque de la mirada y la resistió con la suya, erizando las puntas que tenía en las pupilas entre tanta blandura. (508, I)

A medida que avanza su relación con la Regenta Fermín se siente más y más encerrado. Los símbolos que desde el principio le habían representado y se habían fundido con las descripciones que el narrador hacía del personaje, la torre de la catedral y la sotana, son percibidos por el clérigo como un estorbo en medio del torrente de sensaciones nuevas que se desata en su interior. Y es que la sotana y la torre de la catedral ya no se corresponden con su nueva condición espiritual: la de un hombre. La catedral se empezará a construir como un espacio asfixiante y el clérigo – hombre buscará con ansias un espacio nuevo donde poder respirar:
Cuando se vio otra vez al aire libre en la Corralada, De Pas respiró con fuerza … se le figuraba aquel día, que salir de Palacio era salir de una cueva. De tanto hablar allá dentro tenía la boca seca y amarga y se le antojaba sentir un saborcillo a cobre. Se encontraba un aire de monedero falso. Se apresuró a dejar la plazuela que cubría de sombra la parda catedral … huyó hacia las calles anchas, dejó la Encimada con sus resonantes aceras gastadas y estrechas, su triste soledad solemne, su hierba entre los guijarros, sus caserones ahumados, sus rejas de hierro encorvadas, y buscó la Colonia (…) de cuyos arbolillos caían hojas secas sobre anchas losas. El manteo del Magistral las atraía, las arrastraba por la tierra en pos de sí con un ruido de marejada rítmico y garrulo.” (470, I)

El manteo, ese manteo que producía un “rumor silbante” que rozaba lo hipnótico y que los monaguillos son capaces de oír antes de que la figura del canónigo aparezca – por tanto es un rasgo distintivo del personaje- ahora produce ya no un “rumor silbante”, no, sino “un ruido de marejada rítmico y garrulo”. Asistimos aquí a la caída de la configuración de De Pas como clérigo para empezar a verle en calidad de hombre. Y al hombre la sotana le molesta, la catedral es un estorbo para llevar a cabo sus visitas – confesiones con Ana – el objeto de su deseo-. Uno de los nuevos lugares que Fermín elegirá para ver a su hija de confesión será la casa de doña Petronila “el Gran Constantino”, como la llaman en Vetusta. Doña Petronila, viuda protectora del culto católico, actuará a modo de celestina para que el Magistral pueda verse a solas con Ana. Podemos deducir que la casa de doña Petronila es el espacio de De Pas por como invade el ambiente en las descripciones, cabe destacar la descripción del gato blanco, que ronda por el salón donde se encuentran Ana y De Pas y que constituye el correlato del canónigo en la narración siguiendo las distintas etapas de la relación entre los dos:
En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente adornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía el Gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente. (243, II)

En la segunda parte de la obra asistiremos hasta el capítulo XXII al descenso del Magistral hasta el capítulo XXVI que constituye la ascensión del poder de Fermín. La relación entre él y la Regenta se estrecha en verano cuando los ojos de Vetusta y los de doña Paula dejan de observarles y pueden encontrarse con libertad en uno de los espacios que “pertenecen” a Fermín: en la catedral, en casa de “el Gran Constantino” o la propia casa de la Regenta – don Víctor no constituye ningún tipo de amenaza para el clérigo-. Fermín se siente volar por poder tener a Ana su disposición todo el tiempo que quiera, la siente cada vez más cerca de él, más suya, y a medida que crece su amor- pasión por la mujer aumenta también el desprecio que siente por Vetusta. El impulso sexual de Fermín por Ana, disfrazado de pasión puramente religiosa, se ve satisfecho en el plano real con la criada del señorito, Teresina.
Don Fermín risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba el rostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labios finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua, húmeda y colorada; en ella depositaba el bizcocho don Fermín, con dientes de perlas lo partía la criada, y el señorito se comía la otra mitad.
Y así todas las mañanas. (231, II)

En este periodo de tiempo el hombre – Fermín vencerá por encima del Fermo – clérigo, que quedará a un lado. Empieza a crecer en el Magistral lo que más adelante será la figura del Fermín – marido que le llevará a escenas de celos y rivalidad con Mesía, al que ve como un enemigo a la hora de conquistar a Ana ya que es sabido en Vetusta que éste último la quiere conquistar. La sotana también le molestará en estas escenas de celos en las que el hombre crece frente al clérigo que empieza a desaparecer. Así ocurre en una de las escenas en las que Ana confiesa haber caído desmayada en brazos del don Juan vetustense mientras bailaban.
“¿Decirle al Magistral que ella estaba enamorada de Mesía? ¡Primero a su marido!” (…)
-Silencio … no hay que gritar… no hay que hacer aspavientos… yo no como a nadie (…) ¿Doy yo espanto, verdad…? ¿Por qué? Yo… ¿qué puedo? ¿quién soy yo? Yo… ¿qué mando? Mi poder es espiritual… y usted esta noche no creía en Dios (…)
- Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí a carcajadas… Mesía me desprecia, me escupirá en cuanto me vea… El padre espiritual… es un pobre diablo. (…)
Me insulta porque estoy preso.
El Magistral se sacudió dentro de la sotana, como entre cadenas. (321, II)

Cabe destacar la figura del gato blanco ya aparecida anteriormente que también ha sufrido una progresión como la del canónigo:
El gato pulcro y rollizo entró y saludó a su amigo con un conato de quejido. Y se le enredó en los pies, haciendo eses con el cuerpo. “Parecía que el gato sabía ya algo de aquella traición. (316, II)

Fermín, celoso, se desnuda en esta escena delante de Ana. Puede llevar puesta la sotana, todavía, pero ésta le empieza a no proteger de sus pasiones que se filtran a través de la ropa, sus celos emanan de la voz, del gesto. El ataque de ira le delata. Y su rivalidad con Mesía crece. El único objetivo de Fermín es recuperar el poder que el don Juan le está arrebatando ante los ojos de Ana y ante Vetusta entera. Su progresión de niño a hombre, de confesor a marido durante el solitario mes de agosto le ha hecho perder el poder ante la ciudad y su mujer que ha empezado a sentir la parte sacrílega de la relación entre ella y el confesor.

Buscaba allí que su fe se desmoronaba (…) ¿Qué tenía que ver la Iglesia con el Magistral? ¿No podía aquel señor haberse enamorado de ella … y ser verdad sin embargo todo lo que dice el dogma? Claro que sí (…).
Si él, el hermano mayor no era más que un hipócrita. (331, II)

De “hermano mayor del alma con quien las penas se ahogan y los anhelos se comunican, y las esperanzas se afirman y las dudas se desvanecen” a “hipócrita”, clérigo con pasiones mundanas, pasiones de hombre, que mira a la Regenta con ojos deseantes buscando una correspondencia, objeto de pasiones repugnantes y sacrílegas. Durante la baja del Magistral vuelve a aparecer la figura de la madre con intensidad y vuelve a resurgir en Fermín el niño, aunque dura poco tiempo. Acontecerán dos triunfos que harán que el clérigo vuelva a resurgir pletórico de esa caída: uno es la conversión del ateo Pompeyo Guimarán,
“¡El ateo! Aunque todos le tenían por inofensivo, creían los más en su maldad ingénita y en una misteriosa superioridad diabólica. Y aquel diablo, aquel malhechor se arrojaba a los pies del señor espiritual de Vetusta … ¡oh! ¡Qué gran efecto teatral…! No, no sería él bobo, su madre tenía razón, había que sacar provecho… Y después, aquello no era más que una preparación para otro triunfo más importante, ¿no se había dicho que hasta la Regenta le abandonaba? Pues ya se vería lo que iba a hacer la Regenta…” Don Fermín se ahogaba de placer, de orgullo, se le atragantaban las pasiones mientras don Pompeyo tosía. (348, II)

el otro, el paseo de la Regenta ante los ojos de toda Vetusta el Jueves Santo.
Según el Magistral, iba pregonando su gloria. Don Fermín no presidía este entierro como el del miércoles, pero celebraba con él su nuevo triunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la fila derecha, entre otros señores canónigos, con roquete, muceta y capa; empuñaba el cirio apagado, como un cetro. “Él era el amo de todo aquello. Él a pesar de las calumnias de sus enemigos había convertido al gran ateo de Vetusta haciéndole morir en el seño de la Iglesia; él llevaba allí, a su lado, prisionera con cadenas invisibles a la señora más admirada por su hermosura y grandeza del alma en toda Vetusta. (…)
Pues él descalzaba los más floridos pies del pueblo y los arrastraba por el lodo … allí estaban, asomando a veces debajo de aquel terciopelo morado, entre el fango. ¿quién podía más?. (367, II)

Con el primer triunfo recupera su orgullo –que había caído- y el poder de la Iglesia consiguiendo que un ateo se convierta a la religión católica antes de morir. Este hecho despierta de nuevo la ambición y el ansia de dominación que hasta el momento habían permanecido en un segundo plano en virtud de poner esperanzas en que Ana le salvase del tedio vetustense y llenase la soledad de su espíritu –que no consigue llenar el poder, por mucho que tenga-. El Fermín –hombre no estaba tan preocupado por llenar el vacío apoderándose de las cosas, sentía el querer apoderarse de la amada, pero nada más. El Fermín – clérigo reaparece en el capítulo XXVI porque reaparece la sensación de superioridad sobre Vetusta –con la conversión del ateo- y porque resurge, también, el sentimiento de recuperación del alma de Ana de la que estaba empezando a perder el control. La recuperación de la figura de la de Ozores constituye el clímax de su pasión por ella y de su conversión de clérigo a marido - hombre, la posesión absoluta de la mujer más envidiada de Vetusta, es de él, ella ha decidido postrarse a sus pies y degradarse para que el Magistral recupere su orgullo ante la ciudad, para salvar el honor del marido. En estos momentos, hinchado su orgullo al máximo, podemos ver al canónigo ahogado por el placer e incluso haciendo hipótesis sobre como será el futuro de su relación con Ana, que ya es su mujer.
¿Qué serían, cómo serían en adelante sus relaciones con Ana? Don Fermín se estremecía. “Por de pronto mucha cautela. Tal vez el día que dejé la puerta abierta a los celos la asusté y por eso tardó tanto en volver a buscarme. Cautela por ahora… después… ello dirá”. De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedaba en su alma desaparecía. (…) “Él era la cáscara de un sacerdote”. (La cursiva es mía) (368, II)

Evidentemente, llevada al máximo la configuración de De Pas como hombre y no como clérigo, Fermín ya no necesita la sotana porque ya no le identifica. Su aspecto exterior ya no se corresponde con su nueva personalidad: la de marido, ahora solo queda del clérigo lo que él mismo piensa “la cáscara de un sacerdote”.
El último capítulo de La Regenta es decisivo en el desenlace de toda esta amalgama de cambios sufridos por el Magistral. De confesor a enamorado, de hermano de alma a marido verdadero: el clérigo se hace hombre. Podemos ver con claridad al De Pas – marido en el capítulo XXVII donde los celos del canónigo desembocan en un ataque de ira al pensar a su mujer en brazos de Mesía. La figura del marido –clérigo se ve reforzada por la comparación con don Víctor Quintanar, que sale con el Magistral a buscar a su esposa. Los sentimientos de De Pas pertenecen más a los de un marido que la tranquilidad que muestra Quintanar. Piensa Fermín:
Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí el ofendido? ¡Yo, yo! Que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo en el aire … no él que no la ve aún puesta delante de los ojos. (418, II)

La sotana vuelve en estos momentos a percibirse como un estorbo ya es lo único que le separa de Ana. Si ésta no existiese los celos, la ira, la rabia –evolución del orgullo y la soberbia- estarían justificados ya que su mujer está perdida en el bosque con un hombre que no es él –que también es hombre-.
Y el hombre posee a Ana y Ana le salvará de Vetusta. Sus fantasías, sin embargo, no han tenido en cuenta que el papel de hombre a los ojos de la Regenta siempre lo ha desempeñado Mesía . Cuando llega a sus oídos que ésta ha caído rendida a la pasión del don Juan vetustense se desata al máximo su rabia. Al enterarse de la noticia asistiremos a la conversión de De Pas de hombre a bestia, movida por los instintos, por la violencia, solo tiene sed de venganza, de hacer daño. No piensa ya en su condición eclesiástica, ya no la siente.
Todo parecía tener la fragilidad del sueño. Antojábasele una crueldad de fiera, un egoísmo de piedra, la indiferencia universal (…). Pasos largos, como si quisiera rasgar la sotana con las rodillas; aquella sotana que se le enredaba entre las piernas, que era un sarcasmo de la suerte, un trapo de carnaval colgado al cuello. (…)
Él era el marido y no aquel idiota. (…)
Él tenía el deseo, la necesidad de matar y comer lo muerto y no tenía el derecho … Era un clérigo, un canónigo, un prebendado. Otras tantas carcajadas de la suerte que se le reía desde todas partes. (…) (la cursiva es mía)
La sotana azotada por las piernas vigorosas, decía: ras, ras, ras, como una cadena estridente que no ha de romperse. (493, II)

Ahora aparece animalizado, ha llevado la conversión al extremo. La sotana se presenta como un impedimento para llevar a cabo su venganza personal. Así, asistiremos a la primera vez que el clérigo se desviste, se desnuda verdaderamente, se quita “la cáscara” y solo queda el hombre que ahora es fiera con ganas de atrapar a su presa:
Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo. (…) Corrió a un armario, sacó de él su traje de cazador (…) y se transformó el clérigo en dos minutos en un montañés esbelto, fornido, que lucía apuesto talle con aquella ropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural y varonil, lleno de juventud todavía. Se miró al espejo “Aquello ya era un hombre” (499, II)

El admirarse a sí mismo con forma “humana” dura poco. En poco tiempo reaparece la figura de la madre y reprime todas las pasiones que se han ido desarrollando en Fermín, devolviéndolo a la sotana y a volver a asumir su condición de representante de la Iglesia. La madre, sabiendo a Fermín deshonrado por la Regenta, no niega que su hijo tenga pasiones pero quiere que las solvente de una forma falsa que no le haga perder prestigio a los ojos de Vetusta. Madre e hijo se presentan aquí como uno solo volviendo a como se presentaban al principio de la obra .
Si bien merecía aquel hijo de las entrañas que se le arrancasen aquellas espinas del alma. ¡Había sido tan buen hijo! ¡Había sido tan hábil para conservar y engrandecer el prestigio que le diputaban”. Desde que doña Paula vio que “no estallaba un escándalo”, que don Fermín mostraba discreción en sus extrañas relaciones con la Regenta, se lo perdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones. Y después del triunfo de su hijo sobre la impiedad de Pompeyo Guimarán, después de aquella conversión gloriosa, su madre le admiraba con nuevo fervor y procuraba ayudarle en la satisfacción de sus deseos íntimos, guardando siempre los miramientos que exigía lo que ella reputaba decencia. (498, II)

Fermín cae, llegados a este punto en la alienación. Ana era el único ser capaz de acercarle a las ideas puras y alejarle de la hipocresía que desde siempre le había invadido. Pero ésta le falla. Cae en sus bajas pasiones. Y él, alienado, vuelve a su figura original: la del clérigo hipócrita, enmascarado y disfrazado, lejos de la propia personalidad de De Pas. Así, no cabía otro final. “El Magistral y la Regenta no se buscan sinceramente, aunque inconscientemente lo necesiten y lo hagan, sino que ambos se convierten en los receptáculos de sus frustraciones sexuales, personales, mezcladas con cierto falso renunciamiento y cierta dosis de angelismo (…) Del enfrentamiento del positivismo – racionalista del Magistral y el neoromanticismo de Ana no sale sino el caos. La muerte de la víctima propiciatoria, Víctor Quintanar, y la derrota del orgullo del Magistral proclaman la victoria de ese Superego que constituye la ciudad provinciana que al final se vuelve contra Ana por haber roto las reglas del juego que le ha privado del galán donjuanesco y del ex Regente. Ana, sin embargo, vuelve fatalmente a la iglesia (…). Y es en el templo catedralicio donde el Magistral, ciego de ira, humillado en su soberbia tiene impulsos asesinos que difícilmente puede controlar” .

El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla. (536, II)

Aquí se acaba el hombre y vuelve el poder de la Iglesia que es el Magistral, vuelve el principio aunque por dentro todavía ruge la fiera que desencadenó la traición de la Regenta. No hay perdón. Fermín vuelve a la hierática posición original – “cruzó los brazos sobre el vientre”- , a su sotana, a su catedral y desprecia a Ana por haber caído en las pasiones terrenas en las que él mismo ha caído, mas él posee un arma poderosa: guardar el hombre que es bajo el disfraz que ha tejido la Iglesia.

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